viernes, 25 de noviembre de 2011

MEDITACIÓN DEL SOLITARIO.-Por Jenaro Talens

Meditación del solitario

                                                                                                     A Vicente Granados

                      las entrañas heladas tomaron poco a poco en piedra dura.
                                                                                                                           Garcilaso

I
La frágil tranquilidad de un hombre solitario
tiene a veces la forma ondulada de un cuerpo nunca poseído.
Nada es entonces tan desoladamente triste
como el silencio que mana de sus ojos;
nada tan profundamente comunicable
como ese gesto inconsciente de vida incorporada a la tierra
que envuelve la inmovilidad de su humano abandono.

(Quien no ama, no avanza. Permanece sin nombre.)

Sentado, el hombre mira su soledad,
que una interrogación finge y deshace
sobre un horizonte sin frontera posible.

A veces ser respuesta no sirve, nos limita.
Nadie puede
sobrepujar esta invisible y cálida pared
que la espuma corona.

Labio de par en par, una ola fluyendo
como un sonoro beso sobre la arena estalla,
y en nítidos cristales
su insinuado fuego se rompe y desvanece.
¡Qué oscuridad! La noche. ¡Qué olvidada
su apenas blanca sensación de nube!

El viajero medita.
Sobre el oculto pensamiento ondea
su cabellera lacia. El mar, el mar.
Y la palabra el labio nunca expresa.
Es un continuo ir
y regresar, crecerse
como en cascada: el mar,
inacabada eternidad, silente, renacido.

Sin escuchar la temeraria voz de la arena, el hombre luego
se alza. ¡Qué ruidosas
sandalias! Cuando avance
su delicado pie rompa la espuma
su estar quieta, o allí, sobre las rocas
lentamente apagándose.

Junto a la hiriente grava
hay sombra. Puede verse
que la verdad más cierta a veces choca
contra un muro de agua, donde un día
la libertad se escribe, y luego un golpe
de mar lo borra bruscamente.

¿Dónde ahora la espuma silenciosa
que el horizonte envía hasta su mano?
Tiembla en el aire un polvo de ceniza
recién caída de lo alto.
II
Henos aquí, de pronto,
frente al espejo. Cae
la luz y los perfiles
se desdibujan, arden
sin existencia. Blanca
superficie -fugaces
los límites- devuelve
una sombra: la imagen.
Sombra y más: soledad
sin origen. Es grave
la expresión y un vacío
se asoma por el valle
desierto de los ojos.

(Qué inhóspita esta cárcel,
mudo cristal sin tiempo.)
Una arruga nos hace
más humanos, espíritu
sin medida, el instante.

Alrededor el mundo,
silencioso paisaje
de tristeza, se alza
sin amor. El ropaje
con que al mirar vestimos
nos aísla. Se esparce
en torno, como un don,
nuestro existir, e invade
sin poseer. Y es tarde
para iniciar de nuevo
la andadura. Distantes
nos contemplamos: dioses
del universo. Y cae
la luz y los perfiles
se borran y no hay nadie
ni nada. Sólo el hombre
y sus dos realidades:
la soledad, la muerte,
turbio río secándose.

Henos aquí. Buscábamos
la brevedad, el trance
de la vida al amor.
De pronto nos invade
el misterio. Miradnos.
En nuestro pecho yace
la tristeza. Ya somos
humanos, perdurables.
"Víspera de la destrucción" 1966 - 1968

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