Meditaba estas cosas en
el ómnibus:
se ama una ciudad, se vive en ella
con la certeza de que nosotros nos vamos
un día cualquiera, pero esa casa,
la reja
de esta puerta, el patio descubierto
en medio de la conversación, sé
que recibirán a otro y otros y
lo verán.
Es el amor de quien se despide, sin darse
mucha cuenta mientras graba su nombre
en las paredes, o con el silencio que
deja en la boca la sabiduría, contempla
la ciudad.
Sé que amamos a una persona como
mortal.
Besamos el labio que va a ser tierra.
Se promete y se jura. Pero la sábana
del amor es una mortaja entre las manos
agitadas, y el velador encendido,
abriendo la negrura para tener su cuerpo,
chisporrotea imperioso como un cirio.
Y no obstante, en ciertos momentos
tenemos la ilusión de enredarla
en los brazos y hacerla inmortal.
Mas tú, Habana, eres
segura, edificada
como la eternidad para que nos recibas,
como la eternidad para que nos recibas,
nos miras pasar, y creces con nuestro
adiós.
Miré tranquilo. El ómnibus
corría. Era
hermoso saber que todo perduraba.
Donde habías estado despidiéndote.
Perduraba, piedra o hierro. Pensé
que el hombre, con su pequeña muerte
diaria en el costado, en el bolsillo
de su camisa de fiesta, hacía perenne
la ciudad, sacándola de su costilla.
Pasó el horno llameante
de la panadería,
las mesas largas de mármol y regresó
el sabor
de la madrugada en que los descubriste:
el panadero atizó el fuego con
la vara.
Y viste al final del patio la cochera,
el coche sin caballo, con sus cueros azules,
lugares donde una vez alcanzaste el amor,
un poco aturdido y un poco cobarde,
pero con una dicha que todo avasallaba.
Te alegró que duraran el patio,
el coche,
como si estuvieras amando todavía.
El ómnibus seguía.
Estabas rodeado
de jardines, en aquel banco, a pie
de aquella estatua de encanto cursi:
un rizo en el cuello, un dedo tocando
leve el pezón de su seno de piedra.
Nada se había movido. Las cosas,
el
recuerdo, dejaban su rastro invulnerable.
Volví a mirar. Se
movieron de pronto.
Pasó la estatua. El acero crujió.
Los viajeros anónimos, desconocidos,
también se movían. Quise
recordar,
detener el momento. Entonces me di cuenta:
el banco donde estabas era una larga nave
en la tierra de los jardines: parte
mientras la estatua cae, y los cueros
azules ennegrecen como una reliquia.
¿En qué museo estás
y qué puertas se cierran?
Cruzamos una calle. Dos
hombres repentinos
se ponen la mano en el hombro, y se van.
Nada, ni esa mano, se detendrá.
Ellos,
lo sé, lo experimento, se ocultan
su suerte:
"Mira los árboles, la casa,
perduran. Sólo
nosotros…" Y esa casa y los
árboles florecidos
entran al río Heráclito,
y el río los cambia
en otros, y han aprendido a despedirse.
¿Por qué no se lo dicen?
¿Acaso esperan que
saliendo del sueño recordarán
para verse otra vez?
De un tajo certero el ómnibus corta
la mentira.
¿Por qué no se lo dicen?
¿Nada que no permanezca
nos interesa ni podremos amar?
Busqué
unos ojos entre los pasajeros, el modo
de nombrar
cuanto ocurría, de compartirlo,
y vi que
también me buscaban y me hacían
una señal.
Pero entonces: ¿lo saben? Estamos
sentados
diciendo adiós, recogiendo adioses,
¿y lo sabemos?
Al instante aquellos ojos fueron agua,
y mis ojos fueron agua para los suyos.
Un pájaro apareció en los
cristales
y sin detenerse cantó, y se fue,
se fue cantando.
Ahora las cosas eran iguales a nosotros:
se acercaban a los cristales, se perdían
después,
después no estaban. Estar fue una
palabra
y se deshizo en mi garganta, rodó
al pasillo,
unos pies la aplastaron
¿A quién se
parecían
esos pies, estas caras? Traté de
recordar.
Los cuerpos fluyeron. Entraron al río
transfigurados en la amante o la hermana.
Una cara era otra, esta mujer aquella
que lenta llegaba y abría la sábana
limpia
para hacer el amor. Un chasquido
fue el broche de la cartera de tu madre
muerta,
otra vez despidiéndose en mitad
de la sala.
Dije adiós, adiós, sin darme
cuenta. Toqué
abanicos, hebras, un amuleto en los asientos.
Todos los labios se movían, y había
monedas
en las manos y pañuelos.
El ómnibus seguía.
Me sentí al fin pasajero. Miré
mis manos:
había entregado la última
moneda del viaje.
Comprendí, casi sin entender, que
mi cuerpo
fuera otro, otro y el mismo sin embargo.
Recordé la huella del cangrejo
en la arena,
y luego el mar, que sonando en una de
sus formas,
se tragaba la huella con su lengua variable.
Quise pensar otro recuerdo, y nada supe.
Se apagaba el rumor de la eternidad en
mi pecho.
Busco la ciudad en el agua
de los cristales,
y la contemplo humana, fluyente. Nada
distingue a mis huesos del arado, a tu
espalda
de la ciudad. Y cuánta ternura
por las cosas que fluyen.
Quisiera acariciarte, otra y la misma,
con la mano
con que se tiene un cuerpo, una llave,
y levantamos
pacientes tus puertas, tus castillos,
sabiendo,
como los hombres armoniosos, que somos
mortales
y todo lo hacemos como inmortales, sin
gusto de ceniza.
Vuelve el pájaro
a cantar y salen las estrellas.
Te amo al fin con el amor de quienes se
abrazan
antes de regresar al viento, a la selva,
al astro.
La Habana, noviembre, 1969
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