La
tara tóxica
Evoco el mordisco de inexistencia y de imperceptibles cohabitaciones.
Venid, psiquiatras, os llamo a la cabecera de este hombre abotagado pero
que todavía respira. Reuníos con vuestros equipos de abominables
mercaderías en torno de ese cuerpo extendido cuan largo es y acostado
sobre vuestros sarcasmos. No tiene salvación, os digo que está
INTOXICADO, y harto de vuestros derrumbamientos de barreras, de
vuestros fantasmas vacíos, de vuestros gorjeos de desollados.
Está harto. Pisotead, pues, ese cuerpo vacío, ese cuerpo
transparente que ha desafiado lo prohibido. Está MUERTO. Ha atravesado
aquel infierno que le prometíais más allá de la licuefacción ósea, y de
una extraña liberación espiritual que significaba para vosotros el mayor
de todos los peligros. ¡Y he aquí que una maraña de nervios lo domina!
Ah medicina, aquí tenéis al hombre que ha TOCADO el peligro. Has
triunfado, psiquiatra, has TRIUNFADO, pero él te sobrepasa. El hormigueo
del sueño irrita sus miembros embotados. Un conjunto de voluntades
adversas lo afloja, elevándose en él como bruscas murallas. El ciclo se
derrumba estrepitosamente. ¿Qué siente? Ha dejado atrás el sentimiento
de sí mismo. Se te escapa por miles y miles de aberturas. Crees haberlo
atrapado y es libre. No te pertenece.
No te pertenece. DENOMINACIÓN.
¿Hacia dónde apunta tu pobre sensibilidad? ¿A devolverlo a las manos de
su madre, a convertirlo en el canal, en el desaguadero de la más ínfima
confraternidad mental posible, del común denominador consciente más
pequeño?
Puedes estar tranquilo: ÉL ES CONSCIENTE.
Pero es el Consciente Máximo.
Pero es el pedestal de un soplo que agobia tu cráneo de torpe demente
pues él ha ganado por lo menos el hecho de haber derribado la Demencia.
Y ahora, legiblemente, conscientemente, claramente, universalmente, ella
sopla sobre tu castillo de mezquino delirio, te señala, temblorcillo
atemorizado que retrocede delante de la Vida-Plena.
Pues flotar
merced a miembros grandilocuentes, merced a gruesas manos de nadador,
tener un corazón cuya claridades la medida del miedo, percibir la
eternidad de un zumbido de insecto sobre el entarimado, entrever las mil
y una comezones de la soledad nocturna, el perdón de hallarse
abandonado, golpear contra murallas sin fin una cabeza que se entreabre
y se rompe en llanto, extender sobre una mesa temblorosa un sexo
inutilizable y completamente falseado, surgir al fin,
surgir con la más temible de las cabezas frente a las mil abruptas
rupturas de una existencia sin arraigo; vaciar por un lado la existencia
y por el otro retomar el vacío de una libertad cristalina.
En el
fondo, pues, de ese verbalismo tóxico, está el espasmo flotante de un
cuerpo libre, de un cuerpo que retorna a sus orígenes, pues está clara
la muralla de muerte cortada al ras y volcada. Porque así procede la
muerte, mediante el hilo de una
angustia que el cuerpo no puede dejar
de atravesar. La muralla bullente de la angustia exige primero un atroz
encogimiento, un abandono primero de los órganos tal como puede soñarlo
la desolación de un niño. A esa reunión de padres sube en un sueño la
memoria, rostros de abuelos olvidados. Toda una reunión de razas humanas
a las que pertenecen estos y los 0tros.
Primera aclaración de una
rabia tóxica.
He aquí el extraño resplandor de los tóxicos que
aplasta el espacio siniestramente familiar.
En la palpitación de la
noche solitaria, aquí está ese rumor de hormigas que producen los
descubrimientos, las revelaciones, las apariciones, aquí están esos
grandes cuerpos varados que recobran viento y vuelo, aquí está el
inmenso zarandeo de la Supervivencia. A esa convocatoria de cadáveres,
el estupefaciente llega con su rostro sanioso. Disposiciones
inmemoriales comienzan. La muerte tiene al principio el rostro de lo que
no pudo ser. Una desolación soberana da la clave a esa multitud de
sueños que sólo piden despertar. ¿Qué decís vosotros?
¡Y todavía
pretendéis negar a importancia de esos Reinos, por los cuales apenas
comienzo a marchar!
Publicado en "La Révolution Surréaliste",
N° 11 (1928)
Versión de Aldo Pellegrini
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